lunes, 1 de febrero de 2016

Megafón y la Invasión al Gran Oligarca (Leopoldo Marechal)



 En el año 1970 se publica la novela "Megafón, o la guerra" de Leopoldo Marechal. Megafón, también llamado el Autodidacto o el Oscuro, plantea la necesidad de librar Dos Batallas, la batalla celeste y la batalla terrestre. En esa búsqueda, Megafón va diseñando algunas misiones menores. Una de ellas la Invasión al Gran Oligarca. En ella lo acompañan su esposa Patricia Bell, el propio Leopoldo Marechal - cronista de la epopeya- y el historiador revisionista Dardo Cifuentes.

 Compartimos en esta oportunidad, no la totalidad de la invasión, sino aquellos párrafos que definen con más claridad qué es un oligarca, cuál es su esencia;  párrafos oportunos en momentos donde los destinos políticos y económicos del país vuelven a ser dirigidos por estos grupos - reconfigurados, con otros matices y nuevas caracterísiticas propias de los tiempos que corren- pero siempre la misma esencia: vivir de l@s que trabajan.

Carlos Alonso, 1970. Ilustracion del cuento "Modemoiselle Fifi" de Guy de Maupassat (Eudeba, década del 70)
....Desde el frío zaguán el valet nos condujo a un patio de rosas, y desde allí al gran salón de la casa hundido ya en la penumbra del atardecer. Era una luz caóti­ca en la que nuestros ojos individualizaron las lunas de los espejos y el brillo de las armas: en seguida el volumen de los muebles ago­biados como animales de caoba; y al fin las caras inertes de los retratos, el oro de sus uniformes y la blancura de los encajes que algún pintor anónimo había detallado en la ropa de las damas. El historiador Cifuentes inspeccionó las reliquias de la sala con su aguda nariz en revisionismo; Patricia Bell admiró los peinetones coloniales de una vidriera; estudió el Autodidacto un viejo sable de caballería; y me detuve yo ante la firma del general Soler estampada en un rugoso documento. A decir verdad, y según nos confesamos después, lo que a todos nos embargaba era la tristeza de un “vacío existencial” que residía en el salón y bostezaban sus objetos, “como si algo allí —me dije —hubiera detenido su conti­nuidad histórica en una suerte de rotura”. Entonces, al buscar un hálito de vida en aquel recinto, descubrí algunas brasas que ardían en su chimenea, un sillón instalado frente a las brasas y el desmo­ronamiento de un hombre que yacía en el sillón.

—¿Es don Martín? —le pregunté a Casiano III.

—Don Martín Igarzábal —recitó el indio—. El sillón es de Jacaranda y perteneció al coronel Mansilla.

—¿Duerme?

—¡Quién sabe! Los turistas no lo incomodan. Señores, la chi­menea es del Renacimiento italiano y fue comprada en un remate de Florencia.

Me acerqué al sillón de Jacaranda y observé al octogenario que dormía o no con los ojos abiertos:

—Don Martín —le dije—, ¿me reconoce? Soy aquel sobrino porteño del irlandés Cowley que dirigía su cabaña de shorthorns en “Los Ñandúes”.

—¿Hace mucho? —ronroneó él.

—Una cuarentena de años.
Carlos Alonso 1977 "Carne de Primera"


Don Martín escudriñó mi semblante, como desde brumosas lejanías; y me tendió luego una mano convencional, huesuda y a la vez fláccida como un fragmento de anatomía en descomposición. Aquella mañana de “Los Ñandúes”, al serte yo presentado, me alargaste, no la mano entera de un hombre que se tiende a otro hombre, sino tu índice rígido y solitario de magnate. Yo era un adolescente poeta y me negué a recibir tu dedo: si aquella pampa del sur era tuya en lo físico, ya era mía en lo poético y en lo metafísico; y es un amo absoluto el que posee las cosas en sus esencias. Me asisten aún razones de perplejidad y no de resentimiento.

—Ya caigo—pareció memorizar don Martín—. ¿No era yo entonces Director General de los ferrocarriles ingleses?

—No lo sé —le respondí—. Entonces yo estudiaba las formas del sur y componía versos a lo Hugo.

A través de sus neblinas interiores, don Martín recordó y tradu­jo un despunte de alarma retrospectiva:

—Sí —gruñó—, el mozo que jineteaba un lobuno del irlandés Cowley y me leyó un poema subversivo.

—¿Subversivo?

—¡Ahí empezaba el mal!

Y me lo censuraste frente al tío Cowley que se azoraba por­que sólo entendía de vacunos perfeccionados en la llanura. “Los hijos del extranjero no deben escribir: se les infla la cabeza de humos revolucionarios.” ¡Y así anda el país con esos anarquistas! Humos revolucionarios en la nariz de un poeta niño que ya olió una triste iniquidad de tu pampa. Laureano Reinafé se cortó un brazo en tu trilladora: lo mandas curar con un chorro de acaroína y unos giro­nes de arpillera sucia; luego lo borras de tu libro como un número inútil. Don Martín, en tu museo no figura el brazo perdido de Reina­fé; pero yo vi entonces que cien vidalitas folklóricas no alcanzaban a borrar la tristeza de un manco y de su muñón. ¿Estoy furioso? No me asisten razones de furia sino de piedad. Y el domador Liberato Farías no ha de cumplir tu orden: él no se casará con una mujer aje­na y embarazada ya de un hijo que no es suyo. Lo has desterrado y lo empujas al horizonte del sur. A Liberato Farías / buen domador lo llamaron /porque no usaba la espuela / sino con los reservados.

Y veo cómo el domador se va con el caballo que monta y otro en la punta de su cabestro. Se aleja, ya no está: se lo ha comido un hori­zonte. ¡Liberato Farías, yo escribí tu epitafio en el cementerio de Maipú, donde aguardan su juicio final tantas muertes de la llanura!

Y mis razones no están en el resentimiento sino en la melancolía.

Megafón, Patricia Bell y Cifuentes ya se habían acercado a nosotros y nos rodeaban.

—Señores —quiso retenerlos aún el pampa Casiano—, la vaji­lla es de Sévres y está sellada por esa ilustre manufactura.

—Oiga, don Martín —le dije al viejo—, ¿qué mal se iniciaba entonces?

—Los trajimos para que trabajasen las tierras y levantaran las industrias —rezongó él—. Desde los balcones de la Casa de Gobierno, el Ministro y yo los estudiábamos: desembarcaban a borbotones de aquellos buques roñosos. ¿Y qué hicieron al fin?

—Levantar las industrias y cultivar las tierras.

E con la pipa in bocea e zapatilla in mano, e trionfa la linyera que se va per Santa Fe. Los vi sudar al sol, mojarse bajo los dilu­vios, llorar sus desgajamientos y cantar en sus posibles resurrec­ciones. “Llegan como el otoño, / repletos de semilla, / vestidos de hoja muerta.” Los vi en la rotura de sus idiomas y en el patético sainete de sus adaptaciones.

—¡Sus hijos alzaron banderas revolucionarias! —insistió don Martín.

—¿Se refiere a las mías? —le dije.

—¡Usted lo sabe!
"Carlos Alonso, 1968. Ilustración de "La Divina Comedia"


Yo era un niño poeta, y frente al tío Cowley me declamaste la consigna: “¡Dios, Patria y Hogar!”. Dios (y no creías en El); Patria (y la vendiste a los ingleses); Hogar (y has traicionado el tuyo por los ajenos). El tío Cowley se alarmó: en su cabeza roja sólo cabía un toro bello como un pedazo de arquitectura.

Intervino aquí el revisionista Cifuentes:

—Un momento, señores —nos rogó—. ¿No podríamos ordenar este análisis?

—¿Quién es usted? —le preguntó don Martín.

—Un historiador.

—¡La Historia está conmigo! —se alegró el octogenario incor­porándose a medias en el sillón.

—La Historia es una mula ecuánime —le advirtió Cifuentes—: o atraviesa los Andes con una vanguardia o patea sin asco a una retaguardia que se durmió a la sombra de los laureles.

—¿Qué laureles? —refunfuñó el viejo.

—Los que “supimos conseguir”.

—Señoras y señores —recitó el pampa Casiano III—, ¿no sería mejor que admirasen ustedes estos abanicos románticos? En uno podrán leer una estrofa manuscrita del gran Lamartine. Todo com­prado y autentificado en el “Hotel Drouot” de París.

Sin escuchar al indio, el historiador Cifuentes, encarándose con el viejo, lo abordó como quien entra en una consulta de folios apolillados:

—Don Martín —le dijo—, ¿por qué se aferra usted a la Histo­ria?

—¡Los Igarzábal hemos construido este país! —chilló el octo­genario—. ¡Un imperio que se nos robó y que ahora se nos discu­te! Yo le dije al Ministro, desde los balcones de la Casa de Gobier­no: “¡Esa invasión nos destruirá!”

En su sillón y frente a la chimenea don Martín resucitaba, como aflojando sus resecos vendajes de momia. Entre las resquebrajadu­ras de su cascarón iban manando pretéritas altiveces, orgullos irri­tables, increíbles ablandamientos, oblicuas de traición e histerias de pánico. Y los espectadores de su resurrección vimos concretarse una “figura” en aquella síntesis de contradictorios elementos: la del Gran Oligarca.

—Sí, es el Gran Oligarca —dijo Megafón certificando su auten­ticidad.

—Don Martín —lo interrogó Cifuentes—, ¿en qué basaría usted su derecho? ¿En la Pseudohistoria, en la Parahistoria o en la Metahistoria?

—¡En los retratos! —exclamó don Martín—. ¡Ellos hablan y gritan!

Carlos Alonso, 1970. Ilustracion del cuento "Modemoiselle Fifi" de Guy de Maupassat (Eudeba, década del 70)



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