martes, 7 de mayo de 2013

Sabiduría de América (por Rodolfo Kusch)


¿Qué queremos decir cuando nos afirmamos "objetivos"? ¿Qué hay con la subjetividad? ¿Será que somos "turistas espirituales"? Maravilloso texto de Rodolfo Kusch sobre este tema aún no resuelto que debe ser tan antiguo como la colonización misma.

Rodolfo Kusch en Bolivia
(En América Profunda, 1962)


Así retornamos a Santa Ana del Cuzco, donde nos topamos con el mendigo y nos encontramos otra vez en el mismo punto de todo turista: buscamos un sentido a esa distancia que media entre nosotros y todo aquello que sentimos tan lejos.
Por eso se hace importante la objetividad. Esa misma que utiliza el buen burgués cuando quiere tomar conciencia de una situación política o un problema comercial, o cuando un lector se refiere al criterio empleado por un periódico y alaba su objetividad porque toma en cuenta todos los elementos de cualquier situación. Detrás de todo eso hay un culto al objeto, al mundo exterior, una especie de culto a las piedras.
Esta obsesión ciudadana de la objetividad es indudablemente un prejuicio occidental y es propio de quien está en un patio de los objetos. También en el patio se reúnen los vecinos a hablar mal de los otros, "objetivamente".
Pero en el occidente, como en el patio del conventillo, la objetividad cumple además otra finalidad: permite la salida de sí mismo y fijarse en el mundo exterior, casi como si uno se dedicara a pasear para no estar preocupado. El mundo exterior, y su culto nos permite distraernos de nuestra intimidad. La ciencia, que es el culto al objeto porque cultiva a la naturaleza y a sus leyes, sirve al hombre moderno para escabullir su intimidad y hacerse duro y hasta mecánico. ¿Será que la objetividad ha servido para cancelar la importancia del sujeto? Algo de esto debe haber, porque el occidental necesita recurrir al oriente o al psicoanálisis para hallar su subjetividad.
Y esto es así porque occidente es el creador del objeto. Ni el oriental, ni el indio quichua, ni el papua tienen ese problema: ve la realidad como pre-objetiva y, ni siquiera ellos mismos son sujetos, sino que son una pura y animal subjetividad. Eso no lo ve el occidental. Pero él está, sin embargo, en la pura subjetividad: los rascacielos, las calles, las ciudades, todos son materializaciones de cosas subjetivas, aun cuando sean pura piedra o acero. Un automóvil es la material subjetividad de un ingeniero, un sueño delirante hecho realidad.
Pero si en el occidental la obsesión de la objetividad es heroica, en nosotros es simplemente gratuita. Con la objetividad tratamos de tapar lo que no queremos ver. La necesidad de construir una fábrica impide ver el potrero que hay debajo. En la misma forma tratamos de no ver lo esencial en las calles de Cuzco. La arqueología y la etnología convierten al indio en una cosa mensurable que situamos en el patio aquel de los objetos. ¿No ocurre lo mismo cuando se habla de "peronismo"? Se lo rechaza objetivamente sin saber que esencialmente forma parte de nuestra subjetividad.

Milagros Salas, referente del Movimieto Tupac Amaru (Jujuy) en una celebración a la Pachamama

Si no hiciéramos así, tendríamos vergüenza. Por eso nos esmeramos en afirmar que vemos las cosas tal como son, sólo para ocultar nuestra subjetividad, que es la única manera como vemos todo.
Pero, además, la objetividad nos permite la comodidad de sentirnos turistas en cualquier lugar. Es el caso del Cuzco. El indio pasa ante nosotros y lo vemos como un objeto-indio, que nada tiene que ver con nosotros. Somos en ese sentido turistas espirituales. En todas las situaciones que se nos plantee en América, ya sean económicas, culturales e incluso cotidianas, empleamos la objetividad como una manera de aislar nuestra calidad de sujetos frente a eso que se da afuera. No es más que una manera de no afectarnos, de estar cómodos, como en casa o, mejor dicho, como en el patio de la casa, rodeados de nuestros amables vecinos.
Y, en tanto hacemos eso, no somos sujetos vivientes sino sujetos universales y teóricos, ya que nada nos liga al objeto-indio, sino un afán evidente de evitar un compromiso con la realidad y, secretamente, de convertir a ese pobre indio en un mercader. ¿Sería el mercader el secreto de la objetividad?
Pero es curioso como armamos esa objetividad. Está apoyada en el coche que pasa, en la moneda, el recuerdo del viaje acelerado en el tren mecánico y ruidoso, todo eso sostiene y apuntala nuestra impermeabilidad y nuestro turismo espiritual. La calidad artística de un cuadro, la mención de las técnicas pictóricas, los púlpitos tallados y la explicación impresa en algún folleto para turistas, nos hace ver que todo está medido, exacto y previsto, como para mantener la distancia necesaria y salvar nuestra responsabilidad de sujetos observadores, frente a una realidad que es aparentemente objetiva y lejana.
Pero mentimos. Hemos colgado nuestra responsabilidad de los objetos en vez de llevarla adentro. Así lo hacemos en política y nos salvamos. Es ese "qué me importa" tan argentino: nos sirve para huir, pero dejando en alto la objetividad. Es porque nada tenemos que ver con nada.
Así iniciamos el culto a lo exterior a costa de lo interior. Es el culto del automóvil del nuevo rico, o de la copiosa bibliografía de nuestros pensadores universitarios o del vago progresismo de nuestro buen industrial. Es el afán de quedarnos en el simple automóvil, la bibliografía o el progresismo y ver siempre delante, una realidad lejana y objetiva.


¿Pero cómo hacer para revalidar el margen de subjetividad que necesitamos para reencontrarnos y tratar de despojarnos de esta concreta y práctica objetividad en que nos hallamos embarcados y que nos da este tinte endemoniado de un pueblo exclusivamente mercader?
Dada la situación, sólo nos puede redimir una especie de biblia o escrito mesiánico, porque sólo así habremos de encontrar un escape a todo ese mundo que reprimimos para ser objetivos. Se trata de hacer una operación quirúrgica para introducir la verdad en la mente de nuestros buenos ciudadanos.
Manuscritos como la biblia hicieron algo que nuestra literatura técnica, y menos aun la no-técnica no ha hecho, y es el de escribir desde el punto de vista de la vida y no de la razón. El problema del mero estar comprende la pura vida de un sujeto. Pero nosotros nada sabemos oficialmente de la vida.
En nuestro caso es casi tan absurdo quizá como querer hacer una biblia para ladrones, a fin de que ellos vean reflejada su desnudez de ladrón en un manuscrito santo; cosa ésta que por otra parte sería muy natural y hasta muy útil de hacer. O, mejor, tendríamos que hacer una biblia para renegados o, para reprimidos, que juegan muy mal su papel de advenedizos.
La necesidad de concretar un dogma surge como consecuencia natural del hecho de haber sondeado las cosas de América. Esta supone una forma especial de vida y por lo tanto ha de expresarse en un verbo. Toda forma de vida toma un signo tácito que la expresa, en torno al cual se consolida y gana su salud. Por eso mismo el verbo que exprese a América distará mucho de ser pulcro, porque tendrá una desnudez vergonzante y hedienta.

Puerta del Sol, Tiawanaku (Bolivia)
La toma de conciencia de nosotros mismos como sujetos ha de tener el mismo efecto que, cuando un católico, un judío o un protestante se ven imposibilitados en continuar las prácticas estereotipadas de sus respectivos cultos, y retornan a su antigua fe, bebiéndola nuevamente en sus fuentes originales. Hacer esto en un siglo tan poco creyente como el nuestro, implica una labor penosa que puede incluso avergonzar. Es vergonzoso creer efectivamente en Adán y Eva en medio de tanta técnica y tanta ideología práctica, como las hay hoy en día. Por eso el creyente que retoma las fuentes de su religión terminaría hoy siendo un hediento, aun cuando ello no fuera en sí mismo reprobable. Y eso ocurre porque las viejas raíces vitales siempre hieden, porque nos afean esa aparatosa pulcritud a que nos hemos acostumbrado.
Y lo mismo habrá de ocurrir si lo hacemos con lo americano. Si elaboráramos una concepción del mundo sobre la base de los elementos recogidos en los primeros capítulos, también terminaríamos avergonzados. Habríamos conseguido la verdad sobre nuestra condición verdadera de estar aquí en América, pero nos sentiríamos como despojados y harapientos, porque eso estaría en contradicción con nuestro ideal como argentinos y occidentales, consistente en ser pulcros y aparentemente perfectos.
Sin embargo es preciso intentarlo. Y lo haremos casi como si lo hiciese el viejo yamqui, suponiendo que hubiese ido a la universidad y estuviera entre nosotros y que, escandalizado de tanta soberbia, hubiese volcado su sentimiento americano en los moldes técnicos y objetivos que manejamos hoy en día. Mas que sentimiento volcaría una filosofía de la vida nacida en el quehacer diario del pueblo, como ser la que vive el indio que sorprendemos en las callejuelas del Cuzco o la del campesino de nuestra Pampa o, más aún, la del paria que habita al amparo de nuestra gran ciudad, olvidado de todos y con ese su miedo atroz de perder su sueldo o de que lo lleven preso injustamente. Así lo haría el viejo yamqui y haría muy bien, porque sólo así volveríamos a tomar esa antigua savia de la que nos han querido separar.

Tanto las imágenes como el texto han sido digitalizados por el blog Didáctica de esta Patria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Queridos y queridas compatriotas, déjennos sus comentarios, preguntas, sugerencias, saludos y abrazos