miércoles, 24 de abril de 2013

Megafón y los libros


Conocí a Megafón en 1921 y en la Bilbioteca Popular Alberdi que yo dirigí hasta 1925 y que funcionaba en la calle Camargo de Villa Crespo. Megafón (nunca supe su nombre verdadero) era un adolescente de catorce años, espinoso y greñudo, que según averigüé trabajaba como aprendiz en un aserradero de la calle Canning. Por las noches y con una regularidad que habría encarecido Sarmiento, el aprendiz de aserrador se instalaba en la biblioteca: hundía el catálogo mugriento en su rostro cortante y voraz de ave nocturna; me señalaba luego con la enlutada uña de su índice un título borroso; yo hacía descender hasta sus manos el volumen elegido; y se lo llevaba él a su mesa de rincón, desconfiado y angurriento como un animal que se retira con su presa. Recuerdo que algunas noches, al observar de reojo la masticación intelectual de aquel adolescente, me parecía oír en su mesa un crujir de huesos literarios y un chupar de caracúes filosóficos. Porque aquel niño lector arreaba con todo, ciencias, artes y letras, en un desorden que favorecía no poco el mismo tenor de la Biblioteca Popular Alberdi cuyo acerbo bibliográfico enriquecido por frecuentes y arbitrarias donaciones, todo lo proponía, cambalache revuelto, desde la Poética de Aristóteles hasta un tratado anónimo de logística militar. Cierta vez, llevado por mis inquietudes pedagógicas, traté de canalizar las lecturas de Megafón que se deslizaban como un río sin márgenes. Pero mis intentos resultaron inútiles: Megafón usaba un método bárbaro que consistía en buscar sólo aquellas nociones que sirviesen a su problemática interna. Y aquel método, aplicado más tarde a la instancia de una vida en laberinto y pelea, lo convirtió al fin en el Autodidacto de Villa Crespo, uno de los nombres con que se lo recuerda y que le impuse yo mismo ahora.
Texto extraído y tipeado de: Marechal, Leopoldo (2007) Megafón, o la guerra. Buenos Aires, Seix Barral (pág. 9)

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