martes, 23 de julio de 2013

La Isla de Fidel por Leopoldo Marechal (Parte 1)

En 1968 la "Casa de las Américas" convoca a Leopoldo Marechal como jurado de su certamen anual de literatura. Como elaboración de ese viaje, Marechal escribe este texto que para nosotros es la  muestra de la profunda hermandad entre el Pueblo Argentino y el Pueblo Cubano. Compartimos hoy este maravilloso escrito que- como todos lo producido por Marechal- florece de símbolos y conceptos. Como es un texto extenso, lo entregaremos en dos secciones. Esta primer entrega la islustramos con pinturas del artista cubano Adigio Benítez.

Adigio Benítez "Donde el verso es un ciervo herido", 1996

"¡Cuba, qué linda es Cuba! Quien la defiende la quiere más." Esta canción popular nos siguió, a mi mujer y a mí, durante los 40 días en que fuimos huéspedes de la isla de Fidel Castro, donde transcurre la experiencia económicosocial más fascinante de esta segunda mitad del siglo.
Cuando la "Casa de las Américas" me invitó a visitar la patria de Martí, como jurado de su certamen anual de literatura, me asombré:
—¿Cómo puede ser —me dije— que un Estado marxista-leninista invite a un cristiano viejo, como yo, que además es un antiguo "justicialista", hombre de tercera posición?
Y decidí viajar a la isla en busca de respuestas a esa pregunta, y a otras que yo me había formulado acerca de un pequeño país del Caribe sobre el cual gravitan leyendas negras y leyendas blancas, miedos y amores tal vez prefabricados. Entre las cosas de mi equipaje llevaba dos aforismos de mi cosecha, útiles para estos casos: 1° "Hombre soy, y nada que sea humano me asusta", y 2° "El miedo nace de la ignorancia: es necesario conocer para no temer".
Cuba, nación bloqueada, tiene aún dos puertas exteriores de acceso a su territorio: una es Praga y la otra México. Las "Líneas Cubanas de Aviación" cumplen el esfuerzo heroico de unir la isla con esos dos puntos; dispone de sólo cuatro aviones Britannia, de 1958, que hacen prodigios con sus cuatro turbohélices, evitando los cielos hostiles del "mundo libre".
A mí me tocó entrar por México., En el aeropuerto de la capital azteca, tras esperar algunos días el azaroso avión de la Cubana, me topo con un colega del Perú y otro de Guatemala que también se dirigen a Cuba. Un agente del aeropuerto adorna nuestros pasaportes con un gran sello que dice: Salió a Cuba, inscripción insólita que atribuyo a un bizantinismo de la burocracia. Otro agente, lleno de cordialidad, nos toma fotografías individuales, hecho que confundo con un rasgo de la proverbial donosura mexicana.
—Esas fotografías —me aclara el guatemalteco— son para el F.B.I. de los Estados Unidos.
—Ignoraba que el F.B.I. se interesase tanto por un certamen de literatura —comento.
Y ya estamos en vuelo, sobre el Golfo de México, rumbo a una isla sospechada, sospechosa. Es, sin duda, un país socialista, sudoroso de planes quinquenales, con músculos tensos y frentes deslustradas por el materialismo histórico. Una de las azafatas distribuye bocadillos de caviar: ¿no es una referencia evidente a la Cortina de Hierro? Pero, a manera de un desmentido, vienen los daiquiri espirituosos y la fragante caja de habanos.
¡Cuba, qué linda es Cuba! Y, mirándolo bien, ¿las mismas azafatas no tienen el ritmo cimbreante de las palmeras y la frescura de los bananos en flor?
Horas más tarde aterrizamos en el aeropuerto José Martí. En el atardecer de invierno, advertimos cierto calor y cierta humedad de trópico. Nos aguardan allá Ricardo y Norma, jóvenes, eficientes y plácidos en cierta madurez acelerada: se anuncia en ellos la "efebocracia" o gobierno de los jóvenes; así me definió más tarde don Pedro González, profesor jubilado de la Universidad de California, el régimen de Cuba revolucionaria, régimen sin ancianos visibles, de jóvenes, adolescentes y niños.


Adagio Benítez, "La rueda" (1957)

Los "carros" nos conducen a La Habana por un camino bordeado de palmeras: la ciudad no está lejos, y poco después vemos erguirse sus grandes monobloques, en cuyas ventanas empiezan a brillar las luces de la noche. Llegamos, por fin, al Hotel Nacional, que será nuestra casa durante cuarenta días. Es un edificio monumental, concebido por la imaginación lujosa que requerían los fines a que se lo destinaba, lugar de week end para millonarios en exaltación, tahúres internacionales, actores famosos de la cinematografía. Lo asombroso es que la revolución lo haya conservado, como los demás hoteles, restaurantes y cabarets de Cuba, en la plenitud de sus actividades, con personal y servicios completos.
Ya en nuestra habitación, abrimos las ventanas que dan al mar y vemos la bahía de La Habana, con su antiguo morro, a cuyos pies festonea la espuma. En otra parte del hotel, y entre palmeras, una gran piscina de natación que abandonan ya unos bañistas corridos por la noche.
Pero, ¿qué formas se yerguen allá, en aquel terreno vecino al parque? Son dos pequeñas baterías antiaéreas, cuyas bocas de fuego apuntan al Norte.
La mucama de nuestro piso, joven y hermosa, entra en nuestra habitación y lo prepara todo con una meticulosidad tranquila de mansión solariega.
—Mercedes es mi nombre —le dice a Elbiamor con un despunte de risa—. ¿De dónde eres tú?
—De la Argentina —responde.
—¡La patria del Che! —recuerda Mercedes.
Nos pide que cuidemos los materiales del hotel. Ahora son del pueblo todo: ella lo sabe porque no hace mucho que fue "alfabetizada" y ya tiene una "conciencia social".
—Antes de la revolución —aclara—, yo no podía entrar en este hotel.
—¿Por qué no? —interrogo.
—Soy una mujer de color.
Vuelve a reír con su blanca dentadura de choclo. Elbiamor, entre lágrimas, besa su mejilla de ébano.
Bajamos al comedor. Luego de la cena nos llevarán a Varadero, donde se realiza la última sesión del Encuentro de Poetas, organizado en homenaje a Rubén Darío al cumplirse el centenario de su nacimiento. En el comedor me encuentro con Julio Cortázar: hace veinte años que no nos vemos. Abrazo su fuerte y magro esqueleto de alambre. Su melena y sus patillas le dan el aspecto de un beatle. Hemos de actuar en el mismo jurado de novela. Antes de separarnos me anuncia, en voz baja, con cierto humor perverso:
—Han llegado cuarenta y dos originales de gran envergadura.
Arañas de cristal, manteles lujosos, vajillas resplandecientes, flores y músicas, evocan en el gran comedor los esplendores del antiguo régimen. Son los mismos camareros de ayer, con los mismos smokings y la misma eficiencia; sirven cocktails de frutas tropicales, langostas y otros manjares, a una concurrencia visiblemente internacional, de la que formamos parte. Sí, son los mismos; pero ahora trabajan en una revolución. No tardaremos en tutearnos con ellos y llamarnos "compañeros", diferentes en la función social que cumplimos, iguales en cierta dignidad niveladora.


Adigio Benítez "Trìptico soldadores" (1973)

En los días que seguirán, repetiremos esa experiencia extraña con todos los hombres de la isla; la aprenderemos y sabremos que la palabra "humanidad" puede recobrar aún su antiguo calor solidario.
Esa misma noche, en una suite fantástica, llegamos a las playas de Varadero, a ciento cincuenta kilómetros de la capital. A quién se le ocurrió la idea de reunir a una pléyade de poetas iberoamericanos con el solo fin de celebrar a Rubén Darío ¿Se perseguía un objetivo puramente poético? ¿Por qué no?, me dije antes de llegar. Cuba fue siempre vivero de poetas.
Y recordé aquellos versos de Darío que figuran en su poema dedicado a Roosevelt:
"Eres los Estados Unidos,/eres el futuro invasor/de la América ingenua que tiene sangre indígena/que aún reza a Jesucristo y aún habla en español". ¡Qué resonancia profética tenían esos versos del nicaragüense, junto al mar de las Antillas, y en Cuba, que aún tiene la pretensión exorbitante de ser libre, de edificar en libertad sus estructuras nacionales!
Varadero está de fiesta por un poeta muerto y una nación viva. Entre las mesas ubicadas al aire libre, veo de pronto a Nicolás Guillen: también él me ha reconocido, y éste es mi segundo abrazo demorado, en una noche de iniciación. Después correrá el buen ron de la isla, cantarán los improvisadores de décimas, bailarán los litúrgicos danzarines afrocubanos, y la señora del poeta Fernández Retamar ha de brindarle a Elbiamor una enorme caracola del Caribe.
A la mañana siguiente nos bañamos en aquel mar de colores cambiantes, o discurrimos con los compañeros, en blancas y finísimas arenas, como vidrio molido. Por la noche, dando fin al Encuentro de Poetas, cenamos en la gran morada que fue de mister Dupont, el financista internacional que apuraba en ella sus week end para contrarrestar el frío de sus computadoras instaladas en Nueva York. Cierto, la casa es monumental, con su embarcadero propio, su piscina y su jungla; pero adolece de un mal gusto que parecería insanable en la mentalidad de los Cresos. El hall, verbigracia, en conjunto inarmónico, reúne un piano de cola, un órgano Hammond, muebles en anarquía, cuadros y tapices anónimos que parecen salidos de una casa de remate.
Afortunadamente, aquella noche una revolución socialista consigue hacer el milagro de dignificar la casa y sus tristes objetos: poetas y escritores de Iberoamérica están sentados a la mesa de los periclitados banqueros: nalgas líricas o filosóficas sustituyen en los sillones dorados a las nalgas macizas del capitalismo. Se come, se bebe, se recita, se canta. Por un instante me asalta la idea curiosa de que me estoy bebiendo los estacionados vinos del opulento y alegre pirata. Mister Dupont, disculpe: la Historia no se detiene.


Adigio Benítez "Encuentros" (1999)

Han entrado los danzarines negros y los cantores que eternizan su África. Discutimos o bailamos, ¿qué importa la distinción en esta primera noche del mundo? Desde su mesa, un grupo de cubanos entona en mi honor "Los muchachos peronistas".
Lo peor es el regreso, claro está. Entre un poeta de guayabera blanca y un sociólogo de guayabera gris, camino junto al mar feérico, bajo el plenilunio. Y mi inquietud toma la forma de un remordimiento: ¿seremos nosotros, una minoría, los únicos usufructuantes de una herencia reciente? El de guayabera blanca me responde:
—Tranquilízate, alma buena. En Cuba no hay ahora ningún hambriento; no hay desnudos ni descalzos; no hay desocupación, ni despidos, ni embargos; no hay mendigos ni analfabetos.
En cuarenta días de viajes, estudios e inquisiciones, pude comprobar, más larde, la verdad que había en las aseveraciones del poeta, y lo fácil que es resolver un problema de justicia social cuando un pueblo se decide a tomar el toro por las astas. Pero en aquella noche de Varadero las preguntas afluyen a mis labios de recién venido:
—¿Pero el marxismo-leninismo es esto? ¿Nada más que esto?
El sociólogo se vuelve al poeta y le dice con ese tono inimitable de la travesura cubana:
—No creo que Fidel haya leído ni ochenta páginas de El Capital.
—¿Es que pueden leerse más de ochenta páginas? —reflexiona el poeta.
—Sin embargo —insisto—, el propio Fidel se ha declarado marxista.
—¿Y por qué no? —argumenta el sociólogo—. A juzgar por algunas Encíclicas, más de un Papa está en ese riesgo. ¿Y sabes por qué? Porque el marxismo se resuelve al fin en una "dialéctica" que se adapta muy bien a cualquier forma de lo contingente social. Quiero decir que sirve tanto para un barrido como para un fregado, si se trata de barrer o fregar en una vieja estructura político económica.
Yo me rio:
—El viejo Marx —arguyo— ha prolongado su gloria merced a esa flexibilidad de su dialéctica. Pero, en cambio, lanzó al mundo una "logofobia" retardante de muchos procesos revolucionarios.
—¿Qué es una "logofobia"? —inquiere el de la guayabera blanca.
—Logofobia —respondo— es el terror a ciertas palabras. Y el término "marxismo", una de las más actuales.
—¡Eso merece un extra seco en las rocas! —ruge el sociólogo entusiasmado.
—Lo tomaremos en cuanto exponga mi enseñanza paralela sobre la "logolatria".
—¿Y qué diablo es una "logolatria"?
—Es una adoración de la palabra por la palabra misma —le contesto—. Generalmente, se toma una logolatria para defenderse de una logofobia.
—¿Ejemplos de logolatrías?
—Los términos "democracia", "liberalismo", "civilización occidental y cristiana" o "defender nuestro estilo de vida", esto último, naturalmente, a costa de los estilos ajenos.
—¿No es ésa una muletilla del Tío Sam?
—El Tío Sam, ¡qué tío!
Suenan tres carcajadas en la noche del trópico. Pero el sociólogo de guayabera gris tiende una mano al horizonte marítimo:
—¡Silencio! —dice—. El Tío Sam está desvelado, a noventa millas náuticas de aquí.
—¿Qué hace?
—Está revisando su cuadragésimo submarino atómico.
—¿Con qué fin?
—Le quita el sueño, entre otras cosas, una islita de siete millones de habitantes que ha tenido el tupé de ensayar un régimen socialista en sus propias barbas.
 De regreso en La Habana, es necesario leer los voluminosos originales del concurso. Así lo hago, y así lo hacen conmigo el guatemalteco Mario Monteforte Toledo, el argentino Julio Cortázar, el joven español Juan Marsé, y el veterano escritor de Cuba, José Lezama Lima. Pero hay que cumplir otras actividades paralelas: visitar institutos, conceder reportajes, dialogar con estudiantes y obreros, asistir a teatros y cines, donde se cumple una actividad febril.
Cuba, en su bloqueo, necesita mostrar lo que hizo en ocho años de revolución; porque sabe que el mejor alegato en favor de la revolución cubana es Cuba misma. Esos trajines y contactos me han permitido conocer a la gente de pueblo en su intimidad.
El pueblo cubano es de la más pura fibra española (casi andaluza, yo diría), entretejida con más que abundantes hebras africanas, que le añaden una soltura de ritmos y una sensibilidad en lo mágico, por la cual ha de convertir en "rituales" casi todos sus gestos, desde un baile folklórico a una revolución. Libre ya de opresiones de "factoría" —y de sus "mimesis" consiguientes—, reintegrado a su natural esencia, el hombre cubano es un ser extrovertido y alegre, con imaginación creadora y voluntad para los combates necesarios, incapaz de resentimientos, fácil a los olvidos, propenso al diálogo y a la autocrítica.
Todo esto deberán tener muy en cuenta los que intenten alargar un brazo amenazador sobre la tierra de Martí; porque no es difícil advertir allá que si el cubano entona pacíficamente una copla en la Bodeguita del Medio, o baila displicentemente una guaracha en El Rancho, de Santiago, tiene siempre en una mano el machete de cortar caña de azúcar y en la otra la culata invisible de una metralleta.


Adigio Benítez, pintura sobre Jesús Menéndez, líder azucarero (1958)

Cierta mañana, y a mi pedido, un arquitecto arqueólogo, joven como todo el mundo en la isla, me hace recorrer la vieja Habana: su catedral, en el más puro estilo de la colonia, es la más bella que conozco, incluyendo la de México; los palacios condales, al enmarcar la plaza de la catedral, integran un conjunto arquitectónico de sobria pureza.
Mi acompañante y mentor me conduce luego al Castillo de la Fuerza, reducto castrense que los españoles erigieron antaño contra los invasores de la isla, reales algunos y hasta hoy siempre posibles. Cruzamos el puente levadizo, recorremos los oscuros pasillos, nos asomamos a las troneras y almenares.
—Esta fortaleza —dice mi guía— es un símbolo perfecto de Cuba.
—¿Por qué?
—Sus constructores y defensores representaron al colonialismo; sus atacantes representaron a la piratería. Y, hasta Fidel, Cuba se ha debatido entre colonialistas y piratas.
—¿Ya no? —insisto.
—El riesgo subsiste en potencia. ¿Tú eres argentino?
—Sí.
—Entonces has de saber, en carne propia, que hay nuevas formas de colonialismo y nuevas formas de piratería.
"¡Tocado!", me digo en mi alma. Y el arqueólogo concluye:
—La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba.
Regreso al hotel, en cuyos ámbitos empiezo a conocer la naturaleza de sus huéspedes. Ya me topé con los tenistas polacos, tan elegantes con sus conjuntos rojos de pantalón y remera. Eludo ahora a los ciclistas hispanoamericanos que han de correr la Vuelta de Cuba: llevan siempre consigo sus bicicletas, en el comedor y en los ascensores; Cortázar me comunica su sospecha de que los corredores duermen con sus máquinas y tienen con ellas relaciones extraconyugales (¡diablo de novelista!).
Luego me voy a la piscina: es un gran espejo de agua entre palmeras y bajo el sol de Cáncer, que acaricia y muerde a la vez como un ungüento. ¿Quiénes han invadido la piscina, tan solitaria otras veces? Porque la gente de Cuba sólo nada en verano, y la isla está en la mitad de su invierno.
Estudio a los invasores: no hay duda, son caras y pelambres del mundo eslavo. Y al fin identifico a los deportistas soviéticos, entre los cuales alza su mole ciclópea el campeón olímpico de levantamiento de pesas. Paseándose en torno de la piscina muy a lo peripatético, Dalmiro Sáenz jury en el certamen de cuento, lee originales con toda la gravedad que le consiente su pantalón de baño.
—¿Qué hacen aquí los rusos? —me pregunta, indicando a los Invasores.
—Vienen a descansar, después de su zafra —le respondo.
—¿Qué zafra?
—La del Uranio 235.
Dalmiro estudia mi respuesta. Y, sin embargo, su atención está fija en el cíclope ruso.
—Un gran levantador —me dice.
—No hay duda —le contesto—: ahora me crucé con él en la cafetería, y lo estudié en el fondo de los ojos.
—¿Qué viste?
—Una caverna del paleolítico y un gran desfile de brontosaurios.
Naturalmente, hay rusos en Cuba, y checos, y búlgaros, y polacos, técnicos, hombres de deportes y hasta turistas. ¿Por qué "naturalmente"? Se dice que cuando, triunfante su revolución, Fidel Castro se dirigía a la capital, llevaba in mente dos preocupaciones: evitar que la burguesía local, dúctil actriz de la historia cubana, intentase usufructuar 'pro domo sua', como lo hizo tantas veces desde la colonia, un triunfo que había costado sangre y lágrimas; y evitar que hiciese lo propio el marxismo intelectual y minoritario, que también alentaba en la isla, como sucede aquí y en todas partes. Fácil es deducir que una "tercera posición" equilibrante maduraba en la cabeza del líder. Y se produjo entonces la intervención y bloqueo contra una pequeña y esforzada nación que sólo buscaba una reforma de sus estructuras para lograr su propio estilo de vida.


Adigio Benítez "Amor en tierra brava" (2002)

Claro está, bloqueada y amenazada, la isla de Fidel, sin combustibles, sin industrias básicas y sin comunicaciones, habría tenido que declinar su revolución; los norteamericanos, que no tienen experiencia ni prudencia históricas, la arrojaron a la órbita de Rusia, que tiene todo eso y, además, un estilo y método revolucionarios.
Por aquellos días, los cubanos entonaban el estribillo siguiente: "Los rusos nos dan, / los yanquis nos quitan: / por eso lo queremos a Nikita". Cierto es que más tarde, cuando los rusos, movidos por la estrategia de la hora, retiraron los cohetes cedidos a Cuba, se cantó este estribillo: "Nikita, Nikita, / lo que se da no se quita".
Un oyente que escuchaba esta explicación, me dijo:
—No puede ser: es demasiado ingenuo, demasiado "simplista".
—Compañero —intervine yo—, ahí está la madre del borrego, como decimos en Argentina. Desde hace muchos años observo una tendencia universal a desconfiar de las explicaciones "simplistas"; en cambio, se prefiere complicar los esquemas en lo político, en lo social, en lo económico, y hacer una metafísica inextricable de lo que es naturalmente "simple". A mi entender, toda esa complejomanía proviene de los interesados en "enturbiar las aguas".
Pero, impuesta o no por las circunstancias, es de imaginar lo que una teoría filosófico social, como el marxismo, logra o puede lograr en un pueblo que, como el cubano, tiene toda la soltura, toda la imaginación y, además, todas las alegres contradicciones del mundo latino. Está dándose aquí, evidentemente, un comunismo sui géneris, o más bien una empresa nacional "comunitaria" que deja perplejos a los otros Estados marxistas, en razón de su originalidad fuera de serie.
Un soviético, un checoslovaco, un búlgaro, de los que frecuentemente visitan a Cuba, no dejan de preguntarse, vista la espontánea y confesa "heterodoxia" cubana:
—¿Qué desconcertante flor latina estará brotando en las viejas y teóricas barbas de Marx?

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