¿Qué queremos decir cuando nos afirmamos "objetivos"? ¿Qué hay con la subjetividad? ¿Será que somos "turistas espirituales"? Maravilloso texto de Rodolfo Kusch sobre este tema aún no resuelto que debe ser tan antiguo como la colonización misma.
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Rodolfo Kusch en Bolivia |
(En América Profunda, 1962)
Así retornamos a
Santa Ana del Cuzco, donde nos topamos con el mendigo y nos encontramos otra
vez en el mismo punto de todo turista: buscamos un sentido a esa distancia que
media entre nosotros y todo aquello que sentimos tan lejos.
Por eso se hace
importante la objetividad. Esa misma
que utiliza el buen burgués cuando quiere tomar conciencia de una situación
política o un problema comercial, o cuando un lector se refiere al criterio
empleado por un periódico y alaba su objetividad porque toma en cuenta todos
los elementos de cualquier situación. Detrás de todo eso hay un culto al
objeto, al mundo exterior, una especie de culto a las piedras.
Esta obsesión
ciudadana de la objetividad es indudablemente un prejuicio occidental y es
propio de quien está en un patio de los objetos. También en el patio se reúnen
los vecinos a hablar mal de los otros, "objetivamente".
Pero en el
occidente, como en el patio del conventillo, la objetividad cumple además otra
finalidad: permite la salida de sí mismo y fijarse en el mundo exterior, casi
como si uno se dedicara a pasear para no estar preocupado. El mundo exterior, y
su culto nos permite distraernos de nuestra intimidad. La ciencia, que es el
culto al objeto porque cultiva a la naturaleza y a sus leyes, sirve al hombre
moderno para escabullir su intimidad y hacerse duro y hasta mecánico. ¿Será que
la objetividad ha servido para cancelar la importancia del sujeto? Algo de esto
debe haber, porque el occidental necesita recurrir al oriente o al
psicoanálisis para hallar su subjetividad.
Y esto es así
porque occidente es el creador del objeto. Ni el oriental, ni el indio quichua,
ni el papua tienen ese problema: ve la realidad como pre-objetiva y, ni siquiera
ellos mismos son sujetos, sino que son una pura y animal subjetividad. Eso no
lo ve el occidental. Pero él está, sin embargo, en la pura subjetividad: los
rascacielos, las calles, las ciudades, todos son materializaciones de cosas
subjetivas, aun cuando sean pura piedra o acero. Un automóvil es la material
subjetividad de un ingeniero, un sueño delirante hecho realidad.
Pero si en el
occidental la obsesión de la objetividad es heroica, en nosotros es simplemente
gratuita. Con la objetividad tratamos de tapar lo que no queremos ver. La
necesidad de construir una fábrica impide ver el potrero que hay debajo. En la
misma forma tratamos de no ver lo esencial en las calles de Cuzco. La
arqueología y la etnología convierten al indio en una cosa mensurable que situamos
en el patio aquel de los objetos. ¿No ocurre lo mismo cuando se habla de
"peronismo"? Se lo rechaza objetivamente sin saber que esencialmente
forma parte de nuestra subjetividad.
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Milagros Salas, referente del Movimieto Tupac Amaru (Jujuy) en una celebración a la Pachamama |
Si no hiciéramos
así, tendríamos vergüenza. Por eso nos esmeramos en afirmar que vemos las cosas
tal como son, sólo para ocultar nuestra subjetividad, que es la única manera
como vemos todo.
Pero, además, la
objetividad nos permite la comodidad de sentirnos turistas en cualquier lugar.
Es el caso del Cuzco. El indio pasa ante nosotros y lo vemos como un
objeto-indio, que nada tiene que ver con nosotros. Somos en ese sentido
turistas espirituales. En todas las situaciones que se nos plantee en América,
ya sean económicas, culturales e incluso cotidianas, empleamos la objetividad
como una manera de aislar nuestra calidad de sujetos frente a eso que se da
afuera. No es más que una manera de no afectarnos, de estar cómodos, como en
casa o, mejor dicho, como en el patio
de la casa, rodeados de nuestros amables vecinos.
Y, en tanto
hacemos eso, no somos sujetos vivientes sino sujetos universales y teóricos, ya
que nada nos liga al objeto-indio, sino un afán evidente de evitar un
compromiso con la realidad y, secretamente, de convertir a ese pobre indio en
un mercader. ¿Sería el mercader el secreto de la objetividad?
Pero es curioso
como armamos esa objetividad. Está apoyada en el coche que pasa, en la moneda,
el recuerdo del viaje acelerado en el tren mecánico y ruidoso, todo eso
sostiene y apuntala nuestra impermeabilidad y nuestro turismo espiritual. La
calidad artística de un cuadro, la mención de las técnicas pictóricas, los púlpitos tallados y la explicación impresa en algún folleto para turistas, nos
hace ver que todo está medido, exacto y previsto, como para mantener la distancia
necesaria y salvar nuestra responsabilidad de sujetos observadores, frente a
una realidad que es aparentemente objetiva y lejana.
Pero mentimos.
Hemos colgado nuestra responsabilidad de los objetos en vez de llevarla
adentro. Así lo hacemos en política y nos salvamos. Es ese "qué me
importa" tan argentino: nos sirve para huir, pero dejando en alto la
objetividad. Es porque nada tenemos que ver con nada.
Así iniciamos el
culto a lo exterior a costa de lo interior. Es el culto del automóvil del nuevo
rico, o de la copiosa bibliografía de nuestros pensadores universitarios o del
vago progresismo de nuestro buen industrial. Es el afán de quedarnos en el
simple automóvil, la bibliografía o el progresismo y ver siempre delante, una
realidad lejana y objetiva.
¿Pero cómo hacer
para revalidar el margen de subjetividad que necesitamos para reencontrarnos y
tratar de despojarnos de esta concreta y práctica objetividad en que nos
hallamos embarcados y que nos da este tinte endemoniado de un pueblo
exclusivamente mercader?
Dada la
situación, sólo nos puede redimir una especie de biblia o escrito mesiánico,
porque sólo así habremos de encontrar un escape a todo ese mundo que reprimimos
para ser objetivos. Se trata de hacer una operación quirúrgica para introducir
la verdad en la mente de nuestros buenos ciudadanos.
Manuscritos como
la biblia hicieron algo que nuestra literatura técnica, y menos aun la
no-técnica no ha hecho, y es el de escribir desde el punto de vista de la vida
y no de la razón. El problema del mero
estar comprende la pura vida de un sujeto. Pero nosotros nada sabemos
oficialmente de la vida.
En nuestro caso
es casi tan absurdo quizá como querer hacer una biblia para ladrones, a fin de
que ellos vean reflejada su desnudez de ladrón en un manuscrito santo; cosa
ésta que por otra parte sería muy natural y hasta muy útil de hacer. O, mejor,
tendríamos que hacer una biblia para renegados o, para reprimidos, que juegan
muy mal su papel de advenedizos.
La necesidad de
concretar un dogma surge como consecuencia natural del hecho de haber sondeado
las cosas de América. Esta supone una forma especial de vida y por lo tanto ha
de expresarse en un verbo. Toda forma de vida toma un signo tácito que la
expresa, en torno al cual se consolida y gana su salud. Por eso mismo el verbo
que exprese a América distará mucho de ser pulcro, porque tendrá una desnudez
vergonzante y hedienta.
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Puerta del Sol, Tiawanaku (Bolivia) |
La toma de
conciencia de nosotros mismos como sujetos ha de tener el mismo efecto que,
cuando un católico, un judío o un protestante se ven imposibilitados en continuar
las prácticas estereotipadas de sus respectivos cultos, y retornan a su antigua
fe, bebiéndola nuevamente en sus fuentes originales. Hacer esto en un siglo tan
poco creyente como el nuestro, implica una labor penosa que puede incluso
avergonzar. Es vergonzoso creer efectivamente en Adán y Eva en medio de tanta
técnica y tanta ideología práctica, como las hay hoy en día. Por eso el creyente
que retoma las fuentes de su religión terminaría hoy siendo un hediento, aun
cuando ello no fuera en sí mismo reprobable. Y eso ocurre porque las viejas
raíces vitales siempre hieden, porque nos afean esa aparatosa pulcritud a que
nos hemos acostumbrado.
Y lo mismo habrá
de ocurrir si lo hacemos con lo americano. Si elaboráramos una concepción del
mundo sobre la base de los elementos recogidos en los primeros capítulos,
también terminaríamos avergonzados. Habríamos conseguido la verdad sobre
nuestra condición verdadera de estar aquí en América, pero nos sentiríamos como
despojados y harapientos, porque eso estaría en contradicción con nuestro ideal
como argentinos y occidentales, consistente en ser pulcros y aparentemente
perfectos.
Sin embargo es
preciso intentarlo. Y lo haremos casi como si lo hiciese el viejo yamqui,
suponiendo que hubiese ido a la universidad y estuviera entre nosotros y que,
escandalizado de tanta soberbia, hubiese volcado su sentimiento americano en
los moldes técnicos y objetivos que manejamos hoy en día. Mas que sentimiento
volcaría una filosofía de la vida nacida en el quehacer diario del pueblo, como
ser la que vive el indio que sorprendemos en las callejuelas del Cuzco o la del
campesino de nuestra Pampa o, más aún, la del paria que habita al amparo de
nuestra gran ciudad, olvidado de todos y con ese su miedo atroz de perder su
sueldo o de que lo lleven preso injustamente. Así lo haría el viejo yamqui y
haría muy bien, porque sólo así volveríamos a tomar esa antigua savia de la que
nos han querido separar.
Tanto las imágenes como el texto han sido digitalizados por el blog Didáctica de esta Patria.