jueves, 10 de enero de 2013

RECTIFICAR A EUROPA por Saúl Taborda


I

Quedan expuestos de una manera sintética los valores creados o adoptados por la civilización que ahora cierra un ciclo de la historia. Inaptos para realizar las nuevas concepciones del espíritu, empeñándose a todo trance en sostener y cohonestar un orden de cosas anacrónicos, su Estado, su política militante, su justicia, su régimen agrario, su ilustración, su Iglesia y su moral de clase, estarán de más en más fuera de su órbita y de su tiempo porque de más en más serán incompatibles con las más altas aspiraciones de la especie.
La consecuencia decisiva que emerge de su conocimiento es la que fija y determina el ineludible deber americano: rectificar a Europa.
A despecho de una extraña palingenesia que se obstina en negar valor y eficacia a las rectificaciones aconsejadas por la ciencia; a despecho de la noción científica según la cual la evolución ontogenética reproduce en el hombre la evolución filogenética que un organicismo fatalista aplica negativamente a la vida de los pueblos, las antiguas colonias americanas pueden y deben rectificar a Europa.
Europa ha fracasado. Ya no ha de guiar al mundo. América, que conoce su proceso evolutivo y así también las causas de su derrota, puede y debe encender el fuego sagrado de la civilización con las enseñanzas de la historia.
¿Cómo? Revisando, corrigiendo, depurando y trasmutando los valores antiguos, en una palabra, rectificando a Europa.

II

No entraña un desconocimiento deliberado de nuestra filiación; no es vano empeño o soberbioso desplante de mal entendido americanismo la idea de que América debe desligarse de una vez de la tutela varias veces centenaria de Europa.
Europa descubrió, conquistó y civilizó el continente que habitamos. Fueron suyas las naves que surcaron el piélago sombrío y trajeron a estas playas la expresión de una cultura superior. Fueron sus hijos quienes levantaron los brazos de la cruz sobre la roca ensangrentada de Huitziloptli y sobre los altares groseros de Pillán. Fueron sus hijos, quienes sembraron nuestro suelo de ciudades y las ciudades de colegios y universidades. Fueron sus hijos quienes nos enseñaron a arar nuestras llanuras, a cuidar nuestros ganados y a sangrar las arterias de oro y plata de los Andes. Fueron sus hijos quienes nos trajeron la industria y el comercio y con ellos la conciencia de nuestra personalidad y el designio seguro de afirmarla en el tiempo y el espacio. Fueron sus hijos quienes nos dieron el tesoro inapreciable del idioma y el Santo Grial en cuyo cáliz América ha bebido el licor maravilloso del arte y de la ciencia. Justo es reconocer el beneficio recibido y justo es agradecerlo con el hondo y solidario sentimiento de unánime adhesión y de cariño infinito que llena el alma de América y la exalta en el trance de angustias indecibles que ponen tan sombrías perspectivas en el hogar antiguo.
Pero si es cierto que Europa nos ha dado todo lo bueno que podía darnos también es cierto que, al imponernos su fórmula social, nos endosó sus vicios y sus fallas. Cerraríamos los ojos a designio, como el torpe que se esfuerza en engañarse, si al fijar y orientar el porvenir ajustáramos el pensamiento a otro orden de consideraciones que aquel que nace con espontaneidad de los acontecimientos de la historia. Antes que nada, Europa nos descubrió movida por el anhelo de satisfacer necesidades materiales de sus pueblos, debilitados por guerras seculares, empobrecidos por las gabelas del fisco, avasallados por monopolios y latifundios, acicateados por el hambre que los hacía exaltar como el delirio de una fiebre la visión del vellocino de oro de Cipango, remoto y legendaria. Tiende un velo de piadosa mentira sobre la realidad, mezquina pero humana, de los hechos quien afirma que la empresa del descubrimiento fue el fruto de una honda exigencia espiritual. Primo vivere deinde philosophare. Europa necesitaba colonias abundantes en productos y riquezas, y colonias abundantes en productos y riquezas fuimos hasta hoy y seguiremos siendo mientras la cultura americana no sea otra cosa que un pálido reflejo de la cultura europea.
Ajena por completo a la idea de que con el correr del tiempo América pudiera dar origen a una manera de ser distinta de aquellas que se han sucedido en el proceso de la civilidad, Europa se dedicó a expoliarla según sus métodos usuales, sin más finalidad que el aprovechamiento inmediato de los cueros de Buenos Aires  del oro de Méjico y de la plata del Perú. Le dio sus usos y costumbres y, al mismo tiempo, le impuso las instituciones políticas y civiles elaboradas por ella en muchos siglos de una lucha constante y dolorosa de potentados y serviles, de vencedores y vencidos, sin sospechar que alguna vez América podía concebir un derecho más alto y más sagrado que el derecho divino, un ideal más noble que el de los dogmas legislados por los magnates del concilio de Trento, un régimen de propiedad más justo y más humano que aquel que consagraron las concepciones jurídicas de Ulpiano. Careció en todo momento de la intuición de que el nuevo continente  libre de reatos y de las trabas ancestrales que a ella maniatan y condenan a una perpetua esterilidad, podía resolver, tarde o temprano, los problemas pavorosos que ahora la han forzado a la liquidación de una hecatombe y malogró las nuevas fuerzas vivas atosigándolas con sus valores feudales.
De este modo  por avaricia, por inepcia y por inopia espiritual, la influencias europea sobre América, durante el coloniato y después de él, ha hecho y está haciendo perder para la raza el momento más feliz y oportuno de la historia.
He ahí por qué América, que puede realizarse, que debe realizarse según el categórico imperativo de su sino, necesita romper el compromiso que liga su cultura europea, he ahí por qué es urgente hacer de modo que la manía furiosa de europeización que nos domina no nos impida ser originales, esto es, americanos por la creación de instituciones civiles y políticas que guarden relación con nuestra idiosincrasia; he ahí por qué es urgente hacer de modo que América no esté circunceñida a pensar, a sentir y a querer como piensa, siente y quiere Europa. La ciencia, observada en su íntimo proceso, no es más que una constante y reflexiva rectificación de la experiencia; y si América quiere edificar su porvenir sobre los sólidos y firmes cimientos que aquélla proporciona, es preciso apurarse a revisar, corregir, desechar o trasmutar, según sea conveniente, los valores creados por Europa. Revisar, corregir, desechar o transmutar los valores europeos, así cueste lo que cueste, por el hierro y por el fuego si fuere menester, es a mi juicio, la misión que nos compete en este instante decisivo de la historia.

El presente texto forma parte del libro Reflexiones sobre el ideal político de América Latina, cuya edición original es de 1918. Una edición actual de este trabajo ha sido realizada por el Grupo Editor Universitario con un estudio preliminar del profesor Carlos A. Casali (Universidad Nacional de Lanús)
SAÚL TABORDA, Reflexiones sobre el ideal político de América, Buenos Aires, Grupo Editor Universitario, 2007. Disponible para su descarga en formato pdf en:  www.cecies.org/imagenes/edicion_113.pdf

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