En el año 1970 se publica la novela "Megafón, o la guerra" de Leopoldo Marechal. Megafón, también llamado el Autodidacto o el Oscuro, plantea la necesidad de librar Dos Batallas, la batalla celeste y la batalla terrestre. En esa búsqueda, Megafón va diseñando algunas misiones menores. Una de ellas la Invasión al Gran Oligarca. En ella lo acompañan su esposa Patricia Bell, el propio Leopoldo Marechal - cronista de la epopeya- y el historiador revisionista Dardo Cifuentes.
Compartimos en esta oportunidad, no la totalidad de la invasión, sino aquellos párrafos que definen con más claridad qué es un oligarca, cuál es su esencia; párrafos oportunos en momentos donde los destinos políticos y económicos del país vuelven a ser dirigidos por estos grupos - reconfigurados, con otros matices y nuevas caracterísiticas propias de los tiempos que corren- pero siempre la misma esencia: vivir de l@s que trabajan.
Carlos Alonso, 1970. Ilustracion del cuento "Modemoiselle Fifi" de Guy de Maupassat (Eudeba, década del 70) |
....Desde el frío
zaguán el valet nos condujo a un patio de rosas, y desde allí al gran salón de
la casa hundido ya en la penumbra del atardecer. Era una luz caótica en la que
nuestros ojos individualizaron las lunas de los espejos y el brillo de las
armas: en seguida el volumen de los muebles agobiados como animales de caoba;
y al fin las caras inertes de los retratos, el oro de sus uniformes y la
blancura de los encajes que algún pintor anónimo había detallado en la ropa de
las damas. El historiador Cifuentes inspeccionó las reliquias de la sala con su
aguda nariz en revisionismo; Patricia Bell admiró los peinetones coloniales de
una vidriera; estudió el Autodidacto un viejo sable de caballería; y me detuve
yo ante la firma del general Soler estampada en un rugoso documento. A decir
verdad, y según nos confesamos después, lo que a todos nos embargaba era la
tristeza de un “vacío existencial” que residía en el salón y bostezaban sus
objetos, “como si algo allí —me dije —hubiera detenido su continuidad
histórica en una suerte de rotura”. Entonces, al buscar un hálito de vida en
aquel recinto, descubrí algunas brasas que ardían en su chimenea, un sillón
instalado frente a las brasas y el desmoronamiento de un hombre que yacía en
el sillón.
—¿Es don Martín? —le pregunté a Casiano III.
—Don Martín Igarzábal —recitó el indio—. El
sillón es de Jacaranda y perteneció al coronel Mansilla.
—¿Duerme?
—¡Quién sabe! Los turistas no lo incomodan.
Señores, la chimenea es del Renacimiento italiano y fue comprada en un remate
de Florencia.
Me acerqué al sillón de Jacaranda y observé al
octogenario que dormía o no con los ojos abiertos:
—Don Martín —le dije—, ¿me reconoce? Soy aquel
sobrino porteño del irlandés Cowley que dirigía su cabaña de shorthorns en “Los
Ñandúes”.
—¿Hace mucho? —ronroneó él.
—Una cuarentena de años.
Carlos Alonso 1977 "Carne de Primera" |
Don Martín escudriñó mi semblante, como desde
brumosas lejanías; y me tendió luego una mano convencional, huesuda y a la vez
fláccida como un fragmento de anatomía en descomposición. Aquella mañana de
“Los Ñandúes”, al serte yo presentado, me alargaste, no la mano entera de un
hombre que se tiende a otro hombre, sino tu índice rígido y solitario de
magnate. Yo era un adolescente poeta y me negué a recibir tu dedo: si aquella
pampa del sur era tuya en lo físico, ya era mía en lo poético y en lo
metafísico; y es un amo absoluto el que posee las cosas en sus esencias. Me
asisten aún razones de perplejidad y no de resentimiento.
—Ya caigo—pareció memorizar don Martín—. ¿No
era yo entonces Director General de los ferrocarriles ingleses?
—No lo sé —le respondí—. Entonces yo estudiaba
las formas del sur y componía versos a lo Hugo.
A través de sus neblinas interiores, don
Martín recordó y tradujo un despunte de alarma retrospectiva:
—Sí —gruñó—, el mozo que jineteaba un lobuno
del irlandés Cowley y me leyó un poema subversivo.
—¿Subversivo?
—¡Ahí empezaba el mal!
Y me lo censuraste frente al tío Cowley que se
azoraba porque sólo entendía de vacunos perfeccionados en la llanura. “Los
hijos del extranjero no deben escribir: se les infla la cabeza de humos
revolucionarios.” ¡Y así anda el país con esos anarquistas! Humos
revolucionarios en la nariz de un poeta niño que ya olió una triste iniquidad
de tu pampa. Laureano Reinafé se cortó un brazo en tu trilladora: lo mandas
curar con un chorro de acaroína y unos girones de arpillera sucia; luego lo
borras de tu libro como un número inútil. Don Martín, en tu museo no figura el
brazo perdido de Reinafé; pero yo vi entonces que cien vidalitas folklóricas
no alcanzaban a borrar la tristeza de un manco y de su muñón. ¿Estoy furioso?
No me asisten razones de furia sino de piedad. Y el domador Liberato Farías no
ha de cumplir tu orden: él no se casará con una mujer ajena y embarazada ya de
un hijo que no es suyo. Lo has desterrado y lo empujas al horizonte del sur. A
Liberato Farías / buen domador lo llamaron /porque no usaba la espuela / sino
con los reservados.
Y veo cómo el domador se va con el caballo que
monta y otro en la punta de su cabestro. Se aleja, ya no está: se lo ha comido
un horizonte. ¡Liberato Farías, yo escribí tu epitafio en el cementerio de
Maipú, donde aguardan su juicio final tantas muertes de la llanura!
Y mis razones no están en el resentimiento
sino en la melancolía.
Megafón, Patricia Bell y Cifuentes ya se
habían acercado a nosotros y nos rodeaban.
—Señores —quiso retenerlos aún el pampa
Casiano—, la vajilla es de Sévres y está sellada por esa ilustre manufactura.
—Oiga, don Martín —le dije al viejo—, ¿qué mal
se iniciaba entonces?
—Los trajimos para que trabajasen las tierras
y levantaran las industrias —rezongó él—. Desde los balcones de la Casa de
Gobierno, el Ministro y yo los estudiábamos: desembarcaban a borbotones de
aquellos buques roñosos. ¿Y qué hicieron al fin?
—Levantar las industrias y cultivar las
tierras.
E con la pipa in bocea e zapatilla in mano,
e trionfa la linyera que se va per Santa Fe. Los vi sudar al sol, mojarse bajo los diluvios, llorar sus
desgajamientos y cantar en sus posibles resurrecciones. “Llegan como el otoño,
/ repletos de semilla, / vestidos de hoja muerta.” Los vi en la rotura de sus
idiomas y en el patético sainete de sus adaptaciones.
—¡Sus hijos alzaron banderas revolucionarias!
—insistió don Martín.
—¿Se refiere a las mías? —le dije.
—¡Usted lo sabe!
"Carlos Alonso, 1968. Ilustración de "La Divina Comedia" |
Yo era un niño poeta, y frente al tío Cowley
me declamaste la consigna: “¡Dios, Patria y Hogar!”. Dios (y no creías en El);
Patria (y la vendiste a los ingleses); Hogar (y has traicionado el tuyo por los
ajenos). El tío Cowley se alarmó: en su cabeza roja sólo cabía un toro bello
como un pedazo de arquitectura.
Intervino aquí el revisionista Cifuentes:
—Un momento, señores —nos rogó—. ¿No podríamos
ordenar este análisis?
—¿Quién es usted? —le preguntó don Martín.
—Un historiador.
—¡La Historia está conmigo! —se alegró el
octogenario incorporándose a medias en el sillón.
—La Historia es una mula ecuánime —le advirtió
Cifuentes—: o atraviesa los Andes con una vanguardia o patea sin asco a una
retaguardia que se durmió a la sombra de los laureles.
—¿Qué laureles? —refunfuñó el viejo.
—Los que “supimos conseguir”.
—Señoras y señores —recitó el pampa Casiano
III—, ¿no sería mejor que admirasen ustedes estos abanicos románticos? En uno
podrán leer una estrofa manuscrita del gran Lamartine. Todo comprado y
autentificado en el “Hotel Drouot” de París.
Sin escuchar al indio, el historiador
Cifuentes, encarándose con el viejo, lo abordó como quien entra en una consulta
de folios apolillados:
—Don Martín —le dijo—, ¿por qué se aferra
usted a la Historia?
—¡Los Igarzábal hemos construido este país!
—chilló el octogenario—. ¡Un imperio que se nos robó y que ahora se nos discute!
Yo le dije al Ministro, desde los balcones de la Casa de Gobierno: “¡Esa
invasión nos destruirá!”
En su sillón y frente a la chimenea don Martín
resucitaba, como aflojando sus resecos vendajes de momia. Entre las
resquebrajaduras de su cascarón iban manando pretéritas altiveces, orgullos
irritables, increíbles ablandamientos, oblicuas de traición e histerias de
pánico. Y los espectadores de su resurrección vimos concretarse una “figura” en
aquella síntesis de contradictorios elementos: la del Gran Oligarca.
—Sí, es el Gran Oligarca —dijo Megafón
certificando su autenticidad.
—Don Martín —lo interrogó Cifuentes—, ¿en qué
basaría usted su derecho? ¿En la Pseudohistoria, en la Parahistoria o en la
Metahistoria?
—¡En los retratos! —exclamó don Martín—. ¡Ellos
hablan y gritan!
Carlos Alonso, 1970. Ilustracion del cuento "Modemoiselle Fifi" de Guy de Maupassat (Eudeba, década del 70) |
Qué maravilla! Gracias por compartirlo!
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